Cada día que pasa, con más frecuencia, repito cierta sensación desagradable que al principio no comprendía y, en cierta manera, me desorientaba. Es una sensación que me provoca sentirme incómodo en alguna de las situaciones de la vida diaria. Perdido en la confusión, poco a poco, he venido recapacitando sobre ello.
Se trata de una sensación que me hace sentir extranjero, es decir, extraño en el sitio en el que me encuentro, ajeno a la realidad que me rodea. Es como ver clara y llanamente lo que tienes delante, sin fachada ni maquillaje, pura, cruda, real. Es como haber despertado de un sueño y reconocer claramente lo que ves, sin la ignorancia que oculta la realidad, mientras los demás danzan en una mentira.
Ahora sé lo que causa este malestar incómodo. Lo he ido ganando con la edad. Antes fingía ignorancia, me costaba reconocer la hipocresía de la sociedad, era ingenuo y sentía comodidad en aquello que te decían y resultaba mentira. Entonces bastaba con mentir o no pensar, evitar la soledad y la crítica, mirar hacia otro lado, fundir tu pensamiento en la sociedad.
La lucidez ha ido llegando a mi vida para quedarse. Llama a la puerta en todas y cada una de las situaciones y no hace amigos. Es una carga pesada, dura, que te hace no poder volver sobre tus pasos y a la que no pesa la soledad. Es directa, analítica, corrosiva y provoca la condena de acertar, la mayoría de las veces. Te convierte en juzgador despiadado, tormentoso, atormentado. Pero una cosa le reconozco. Provoca estar bien contigo mismo.
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