La compasión es tan humano como el perdón. Tan humano que cuando se ejerce se suele ser feliz por el simple hecho de haberlo sido un instante. No se trata de algo malo, ruin, sucio, al contrario. Se trata de algo bello; de cultivar en el alma, en su alma, la libertad. Aquella que se desprende del odio y del rencor.
Pues nuestra sociedad ha perdido la compasión como valor digno a ejercer e imitar. Nos hacen ver que se trata de un valor de debilidad cuando se trata de fortaleza. Nos hacen creer que el compasivo debe ser alguien con poco carácter y firmeza, cuando justamente se trata de alguien fuerte y verdaderamente firme.
Ayer, ojeando una de las páginas de un periodico digital, se añadieron unos comentarios a la noticia de que "una plataforma ciudadana recoge 5.250 firmas para respaldar la petición de indulto para la ex edil socialista Carmen Martínez; durante este proceso ha sufrido la condena de una grave enfermedad que ha sobrellevado gracias al apoyo de su familia y de sus amigos". Lejos de reflejar en sus palabras la compasión, los comentarios no podían ser más abrumadores y crueles; "Porqué no pidieron clemencia para María José García Pelayo"; "Para mitigar su pena los cinco mil firmantes pueden ir cada día seis de ellos a pasar la tarde con ella jugando. . . al monopoly"; o el tercero de ellos; "si no conocía los entresijos de la legalidad de las administraciones, que se hubiese quedado un escalón más abajo y que dejara su cargo".
Mientras lo leía recordé la falta de principios y crisis de valores en los que nos encontramos. Mismos motivos por lo que padecemos la crítica situación política, económica y social. Ninguno de aquellos mensajes dejó ver un ápice de compasión, de empatía, de comprensión, de sentimiento al padecimiento ajeno. Al contrario, mostraban el partidismo que ha hundido al Estado en el sectarismo político, reflejaba la desproporción que ataca a los sectores sociales más débiles de la sociedad jerezana, expresaba la crueldad enmascarada de justicia que surge de los más oscuro de los corazones de los hombres.
Y me pregunté si todavía seguimos siendo un número en un ataúd, una cifra en las listas del desempleo, o un cacho de carne que alguien puede meter en una cámara; sin el más mínimo sentimiento de compasión, porque una ley creada por un hombre o un loco así lo dispone, sin el más mínimo sentimiento del dolor ajeno, porque el odio, el miedo y el egoísmo personal se siente justificado. Y me lo pregunté. Y les respondo. En efecto. Es una plaga que devora al ser humano.
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